miércoles, 11 de junio de 2014

CRÓNICAS DEL ANTI-ATLAS. POR EL DESIERTO EN BURRO Y EN SOLITARIO




 Hace unos años, al pobre de mi burro aún le quedaban varios viajes duros, mientras avanzaba por el Meit, larga y ancha llanura africana irregular y siempre reseca, custodiada por dos impresionantes cadenas de montañas paralelas en todo momento visibles.
 Tierra Id Brahim, y durante mucho tiempo hogar de muchos de ellos antes de que la mayoría marchasen a vivir a una casa en el oasis.



El sol del mediodía cae a plomo sobre el burro viejo, cientos de moscas nos acompañan, la mayoría ahorran esfuerzos viajando posadas por todas partes de lo único del paisaje que tiene movimiento y marcha, en el propio burro, en las cuerdas, en la mochila, en el turbante, en mis hombros, en mis brazos, en mis pantalones, en la botella del agua, la invasión es tal que exige solo una rendija para poder ver, teniendo que cubrirme todo lo demás, excepto las manos, irreconocibles de viejas y cuarteadas, me recuerdan al brazo incorrupto de San Viçent.
 El sol, el viento y la tremenda sequedad, también hacen obligatorio este envolverse por todas partes, bajo riesgo de insolación, deshidratación, quemaduras, labios cortados,  gran escozor de ojos, dolor de cabeza y arrugas que antes no estaban ahí, entre otras desgracias.



 Demasiado pronto aprendo que la velocidad de la marcha de mi burro viejo bajo el implacable mediodía sahariano es muy limitada, llegando a pararse del todo cuando el sopor de un paisaje que reverbera, junto una luz despiadada que hace cerrar los ojos y la propia calentura de la respiración de un rostro velado, hace que yo dormite dejando de dar órdenes periódicas al sufrido animal, el cual hay momentos críticos que incluso bajo las más serias amenazas, se mantiene en esa sutil frontera que hay entre el andar muy lento o el pararse del todo.
 Desde luego en estos casos hay que hacer un descanso, yo también estoy cansado, hace ya rato que he dejado de caminar, montando de puro agotamiento y dolor de piernas, y desmontando cuando mis posaderas pasan a ser centros neurálgicos de dolor.
 Viajo con un dibujo a modo de mapa, que hemos hecho entre algunos de los hermanos B. a fin de que encuentre su caseta, pequeña cabaña terrosa  perdida en la inmensidad del Meit, utilizada, entre otras cosas, para cuando se ha tenido la esperanza de que unas fugaces lluvias puedan hacer germinar la cebada.
  Por desgracia, esto ocurre sólo cada bastantes años, por lo que la mayoría de las veces, se prepara la tierra, arándola, para quedarse sentado mirando al cielo. 
 Es una gran aventura casi siempre con el mismo final, el desastre, la nada, el polvo.
 Uno piensa cuando es posible que llueva y un poco antes se contrata uno de los muy pocos tractores del pueblo mas cercano, se rotula la tierra que se supone mas fértil en base del presupuesto que se disponga y de los derechos que sobre ella se tengan. Después no queda más remedio que esperar y rezar a unas lluvias, que casi nunca llegan. Si en contra de lo habitual llegasen, éstas tienen que ser ni demasiado escasas, para así empapar bien la tierra, ni demasiado fuertes para no provocar el arrastre y desaparición de todo el trabajo.
 Es cuando marcha la familia, el burro, la tienda y las pocas cosas necesarias para pasar unos días a pie de bancales- sencillos trozos de tierra arados- y es entonces, sobre la tierra mojada cuando se siembra el grano.
 Ese grano germinará, en preciosos y vivos tallos verdes que entrarán en pleno contraste con la austeridad de paisaje que le rodea, y si son muchos los habitantes de los oasis los que hacen esto,- lo son si de verdad llueve- podremos ver por diferentes lugares, el maravilloso espectáculo de manchas de vida de un verde psicodélico, casi fosforescente, que desafían a nuestra mirada acostumbrada a ver puro secarral. Pero aún a estas alturas no se ha de pensar que se ha alcanzado la felicidad y la abundancia, todavía falta la mas difícil carambola, que vuelva a llover, de nuevo de una manera adecuada, muy difícil en este Sahara que casi siempre o no llega o se pasa, para que el agua sirva de segunda esperanza al tallo a medio crecer y lo empuje hasta convertirse en espiga.
 Si estas segundas lluvias no hiciesen su aparición se perdería además del primer trabajo de arado, todo el grano utilizado, un grano escaso, muchas veces ausente, y hace muy pocos años incluso causante de hambrunas -en una de éstas murió el burro protagonista de esta historia-, que de tarde en tarde, obligaba al gobierno a enviar un camión que repartiese en el oasis un saco por familia.
 Si las lluvias o el camión no llegan,  el grano ausente será sólo un recuerdo de mejores tiempos pasados, y no importará el flush -el dinero- que tenga uno, no lo podrá comprar de ninguna de las maneras.
 El habitante de estas tierras, acepta la adversidad de que toda esta serie de bendiciones pocas veces ocurra, pero seguirá, esperando, impertérrito, se convertirá en roca si hace falta, pero nunca, bueno, casi nunca -pienso en los que se marcharon-, perderá su fe. 
 Se trata de ver si soy capaz de encontrar el chamizo de la familia, esto no es tan fácil, a pesar de que hay unas pocas casas en el Meit, éstas son para el ojo foráneo, casi  invisibles por puro mimetismo, tanto como las tiendas de los que están allí, normalmente pastoreando, así como los pozos, de los que es posible pasar a escasos metros sin verlos. 



 Resulta que uno puede estar dentro de estos resecos valles, pensar que se está en lo mas deshabitado del planeta, que allí no hay nada, no ver nada y en realidad estar rodeado - relativamente, claro- de pozos, ganado, tiendas, personas, que si ve el ojo berebere al igual que él si nos verá a nosotros, dónde parecen habitar las piedras.
 Como era la primera vez que me aventuraba dentro de él, habiéndolo observado en varias ocasiones desde las cimas de una de las dos cadenas vigías que lo delimitan y lo acompañan, la familia había puesto especial hincapié en señalarme dónde estaban los posibles pozos, además de indicarme por dónde debía de cruzar las montañas, internarme en el ancho valle, y otras escasas referencias que pudiesen ayudarme a encontrar la casita, así como alguna posible alternativa del camino de vuelta.
 El mapa-descripción del Meit es como una especie de dibujito infantil, de mapa del tesoro, cruzo las montañas por la agarass Mensugart, llamada así por un esmirriado arbolillo seco que hay casi en su cima, ya en la vertiente del valle, pero que es capaz, por lo extraño de ser un árbol en estos pagos de darle hasta nombre al sendero.
 Estoy muy excitado desde que corono la cima y dejo de ver lo conocido , es la primera vez que me aventuro solo con el burro algo mas allá de lo que la vista puede alcanzar desde el oasis. Fumo justo en lo mas alto de la cima, me lleno de los dos paisajes y enseguida me entra el hambre, decido parar justo bajo el mensugart para comer algo, al burro lo dejo junto a las matas -siempre pequeñas- más resecas y espinosas que encuentro, se que es lo que le gusta, siempre desecha otras de aspecto algo más tierno.
 Tengo aún los pelos algo de punta ya que se me cruzó una serpiente en la subida, de color amarillento tirando a verde, el recuerdo me provoca escalofríos, por lo que compruebo debajo de las piedras donde me siento, preguntándome si no seria mejor no mirar y dejar en paz lo que pueda haber por ahí.
 Hace un calor tremendo, busco la sombra de las ramas sin hojas del seco mensugart, agachado, apenas quepo debajo de él.
 Saco la comida, un trozo de pan, quesitos y una lata de sardinas, sin abre-fácil, por increíble que parezca tampoco llevo una simple navaja, por lo que busco dos piedras, una de ellas con punta, empezando a golpear la lata, con un malo estilo paleolítico.
 Consigo abrir un pequeño agujero por dónde sacar las sardinas, pero conforme las pruebo, una lengua de fuego se me apodera de boca, garganta y esófago, es entonces cuando veo que las compré con chile, éste, triturado con el picadillo de sardinas apedreadas y aplastadas ha soltado toda su esencia en su máxima expresión, intento comerlas, imposible, echando humo hasta por las orejas, las tiro pensando si a los gatos monteses les gustarán las sardinas extremadamente picantes.
 Con un poco de suerte se la come el gato montés que decapitó todas las gallinas de casa hace unos días.
 Qué se joda, menuda escabechina.
 Como pan con quesitos.
 Con una mano como, la otra la dedico a espantar las moscas para no comerlas también.


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